viernes, 26 de noviembre de 2010

Cinco minutos más

Bibi (http://detodounpoco-b.blogspot.com/) me mandó a escribir en un comentario. Voy a hacer trampa, porque últimamente no sé cómo hacerlo. Hace unos meses, en un curso en el ICREA (bueno, en dos) me pusieron a escribir. La premisa del texto que estoy posteando era: El venezolano es flojo. Aquí está:

Cinco minutos más

Ramón ignora el despertador con el cuento de cinco minutos más, que se transforman en treinta que le descuadran la mañana. Con la satisfacción de haber dormido un poquito más, pero también la zozobra de que ya el tiempo no le alcanza, comienza un día cualquiera. Ya no tiene tiempo para el café recién colado que no le dio chance de preparar, vestido con lo primero que encuentra y corriendo, con el pelo que no le deja de gotear, piensa que a lo mejor alcanza a tomar el trasporte directo a su sitio de trabajo y “no ha pasado nada”. Baja por las escaleras corriendito y abre de golpe la puerta de la planta baja, llevándose por el medio al vecino que también sucumbió a unos minutos más de sueño. Los buenos días se escuchan a lo lejos y de manera casi indescifrable, la premura deja los modales en un segundo plano.

Sale a la calle trotando y observa el reloj. Piensa: “Ya el transporte me dejó”. El trote cesa y Ramón comienza una caminata tranquila, con la esperanza de que se le ocurra una buena excusa que no haya utilizado recientemente. Decide tomar un taxi para que el retraso no sea tan significativo. El taxista le da los buenos días con un movimiento de cabeza que también quiere decir: “espérate un segundo que ya me termino el cafecito”. Ríe, porque ese segundo era perfecto para tomarse el suyo en casa, pero el trabajo lo espera. El taxista no tiene horario, se para en el kiosco y compra el periódico, seguramente para tener algo que hacer si se consigue un poco de tráfico. Mientras, escucha a todo volumen una salsita nada oportuna para la hora. Ramón baila con la cabeza y olvida por completo la tarea de la excusa.

Llega al trabajo veinte minutos tarde y entra con el típico: “Buenas noches”, con un tono de voz más alto de lo normal para causar risas y hacer del retraso algo divertido. Se da cuenta que la mayoría de los compañeros llegan igual o más tarde con el mismo cantaíto. Eso le alivia la preocupación y le da pie para instalarse a desayunar en la cocina con sus compañeros y hablar de sus vidas. Treinta minutos perdidos entre la empanadita y el “con leche” para empezar el día como Dios manda. El cigarrito termina de poner el toque para comenzar con la faena, una hora después del tiempo reglamentario.

Enciende la computadora y revisa sus correos; la mayoría son cadenas y chistes. Los reenvía a todos sus contactos porque piensa: “¿cómo no mandarle esto tan bueno a fulano?”. Recuerda repentinamente una llamada importantísima e impostergable que debe hacer, que le tomará unos veinte minutos más: otra excusa perfecta para seguir sacándole el cuerpo a las labores. Terminada la llamada, y cuadrado el próximo viaje a la playa para agarrarse el puente de la semana entrante, Ramón reacciona: “Ya está bueno, hora de trabajar”. En ese momento, se percata del trabajón pendiente y organiza un cronograma de actividades, que va de lo más urgente a lo menos importante. Pero, asombrosamente, llega la hora del almuerzo, “es que el tiempo pasa volando”, piensa Ramón. Siempre sale quince minutos antes para no agarrar la cola del cafetín, aunque sabe que todos los empleados piensan lo mismo y son esos quince minutos los causantes del tumulto de personas hambrientas. Almorzar con los compañeros y rememorar los cuentos de la mañana dan un toque de reunión dominguera, donde solo faltan las cervezas y el dominó para sentirse como en casa del compadre. El cafecito y el cigarro después de comer son impelables, a pesar de ser ya la hora de regresar a la oficina. Veinte minutos más no hacen la diferencia.

De regreso, sentado en su escritorio, Ramón revisa de nuevo su cronograma y se da cuenta de que lo que no era tan importante ahora se ha tornado urgente, y solo le quedan tres horas a la faena laboral. “A ponerse las pilas”, saca lo urgente con premura y sin detenimiento. Le pide la segunda a otro compañero que está tan abarrotado de tareas como él, pero entre los dos se sacan las patas del barro. El cronograma se limpia ligeramente, no sin antes eliminar algunas tareas con la viveza de decir “este no es mi trabajo, a mí no me pagan por esto” y pasarle el muerto a otro, “total, él no tiene chamos y puede hacer unas horas extras”. Por fin, después de un día ajetreado el reloj marca casi la hora de salida. Ramón se escapa diez minutos antes para no agarrar tráfico: “Hoy es día de gimnasio”. Una lluviecita cae sobre la ciudad y el caos vehicular se vuelve protagonista. Dejando de un lado los planes de ejercitarse, Ramón decide parar en la licorería de siempre para una tarde-noche de cervezas y así combatir la tranca.

Llega a casa bien entrada la noche. Se tropieza con el mismo vecino de la mañana para escuchar algo parecido a un “buenas noches” y descifrar lo que parece ser una sonrisa en su cara, o una mueca que indica que su día estuvo igual de movido y por supuesto “productivo” que el de él. Por fin en casa. Un bañito para relajarse y decidir que “hoy no hago más nada”.

Ramón, como buen venezolano, busca cualquier excusa para voltear la tortilla y “no hacer hoy lo que puedo hacer mañana”. Sin remordimientos, pone su despertador a la misma hora de siempre con la promesa “irrompible” de que “mañana si llego a tiempo, muchas cosas pendientes. A mí me explotan en ese trabajo, mi amor”.

1 comentario:

Bibi dijo...

:)

Jajaja. Si así escribes ajuro, ahora que te fuiste de taller "serio" cuanod estés inspirada será mucho mejor..

PD: Los 5 minutos del Vzlano! Captaste bien la esencia de nuestro país!