sábado, 27 de noviembre de 2010

Novela corta

Hace unos meses, en un taller en el ICREA (Taller de Novela Corta, dictado por Jesús Nieves Montero) me pusieron a escribir. Aquí, una escena:

Se le puso chiquito el ojo. Miró a la calle desde la ventana de la cocina con un cigarro en la boca todavía sin encender. El pelo largo le goteaba y le mojaba la espalda: no tenía ganas ni de secarse. Volvió a darle al botón para silenciar el sonido de la llamada entrante en su celular. Su ojo izquierdo, que apenas podía abrir, le impedía comprobar si ese carro marrón estacionado en la puerta de su edificio era el mismo que les sirvió de escenario. Se despegó de la ventana y caminó a la nevera abriéndola como buscando una solución. Cogió un poco de hielo y lo pasó por su ojo con suavidad, mientras salía de él otra lágrima de tantas. No había visto con tanta claridad el interior de ese carro como esa tarde: los huecos en la tapicería, ocasionados por los cigarros prendidos que tantas veces dejaron caer por descuido, eran como cicatrices de los momentos vividos. Tenía la manía de adueñarse de las cosas. Y de la gente.

—Aquí no. Nos ve un gentío.

—Que gentío nada— dijo Adrián sin quitarle las manos de encima a Carlota, ya libres luego de lanzar el celular a la parte trasera del carro. —Es domingo, nadie anda en la calle y menos a esta hora.

Carlota volteaba la cabeza hacia el parabrisas, pendiente de que no se acercara nadie al carro que se tambaleaba de forma tan obvia. Ignorando el estado de alerta de su compañera, Adrián le empujaba la cabeza con las manos hacía el cierre de su pantalón que hacía unos minutos ya se había bajado. Ella accedió a pesar de que no era el sitio que esperaba: ese carro con la tapicería rota y olor a cigarro, a pesar del pino que colgaba del retrovisor, no era lo que tenía en mente. Pero lo había conseguido sin importar las razones. Se olvidó del lugar, del vaivén del carro y se concentró en su tarea.

Adrián, con los ojos cerrados y apretando los labios, no se percató de la moto que había dado ya tres vueltas por la calle donde estaba estacionado. Unos golpes en la ventana del piloto lo sacaron de su estado de excitación. “Es ella” pensó. Al abrir los ojos lo sorprendió una cara que apenas se veía detrás de una pistola. Le hacían señas para que bajara el vidrio. Carlota, que ya se había incorporado en su asiento, limpiándose la boca con una mano, abrió con la otra la puerta del copiloto para intentar escapar. El acompañante de Alejo aprovechó el momento para agarrarla por el pelo y pasarla al asiento de atrás en cuestión de segundos.

Sentados en la parte trasera del carro miraban a sus captores: Alejo manejaba el carro tranquilo, jugando con la pistola que sujetaba con su mano derecha. —Esta vaina es automática, que bolas tienes tú— le dijo el copiloto sin voltear a verlo, como buscando protagonismo. Adrián no contestó. Pensaba que de haber sido más complaciente, menos calculador, se hubiera llevado a Carlota para cualquier hotelito y se ahorraba el mal rato. “Natalia me hubiera convencido de que la llevara a donde le diera la gana”.

Alejo sonreía mientras miraba por el retrovisor.

— ¿Esta cagada no tiene aire?

—No tiene. No tiene un coño.

— ¿Y no me digas que tu andas en este carro con este equipo de mierda?

—No tiene un coño te dije. No le he metido nada.

Alejo volteó y haciendo una maniobra le dio un golpe con el cacho de la pistola en la cabeza. —Eso es por no ponerme el carro de pinga— Adrián apretó los labios para evitar otro golpe y se limpió con la mano la sangre que comenzaba a chorrearse por su cara. —Te ganaste un tiro en la pierna. Espéralo cuando te bajes.

—Pónganse las franelas en la cabeza— ordenó el copiloto, para sentirse partícipe de la situación.

Adrián se subió la franela estirándola desde abajo y se cubrió la cara. Escuchó como Alejo le decía a Carlota que le gustaba el sostén que llevaba puesto. —Tú como que te quedas conmigo— le dijo, tocándole la pierna con la punta de la pistola. La escuchó llorando, despacito. Sentía que tenía que hacer algo para intentar calmarla. Pero inmediatamente recordó que esa mujer no era Natalia. Su Natalia. No soportaría que otro hombre le viera el sostén a Natalia, menos en su presencia. Ni el ombligo. Viendo sólo oscuridad siguió pensando; en el pelo negro y largo de Natalia, en los ojos inmensos de Natalia, en las pecas que recorrían la espalda de su Natalia. Carlota le agarraba la mano para sentirse acompañada. Se imaginó que esa mano era la mano de Natalia y la apretó fuerte. Era la única manera de hacer algo por ella.

Adrián perdió la noción del tiempo. El carro se detuvo. Abrieron la puerta y lo agarraron por un brazo empujándolo a la calle; lo mismo con Carlota, que cayó de golpe sobre su espalda. Seguía llorando. “Qué vaina con ésta mujer. Natalia estaría como si nada: altiva, serena, desafiante como es ella. Insultando a estos pendejos” pensó.

Alejo esperó que su ayudante volviera al carro y soltó una carcajada en tono de burla que se apagó cuando el carro se alejó.

Adrián, con las manos en la cabeza y la pierna levantada, esperó el ruido de la pistola y la bala quemarle la pierna. Recordó la escena de horas antes, dónde Natalia hacía el mismo gesto de poner sus manos en su cabeza con cara de no entender nada. La rabia que sintió por no poder aceptar que ya no formaba parte de algo se manifestó en el instante en que levantó su mano, la cerró en el aire y apunto esa cara. La cara de su Natalia, el ojo inmenso de Natalia. Dejó de escuchar el carro y la carcajada. Entonces, se acomodó la franela empapada de sangre. Vio a Carlota ya vestida, con los ojos llenos de lágrimas y no pudo evitar un gesto de hastío, le quitó la mirada de encima y sin decirle una palabra comenzó a caminar. Ella lo siguió en silencio. Tocó la puerta de la primera casita que encontró por el camino, y sin preguntar donde estaban pidió prestado un teléfono.

—Aló, Natalia… Espérate, no me cuelgues, es importante.

No hay derecho

Hace unos meses, en un curso en el ICREA (bueno, en dos) me pusieron a escribir. El tema del texto que estoy posteando era: La guerra. Aquí está:

No hay derecho

La habitante del 4-D espera detrás de la puerta de su apartamento antes de salir a tomar el ascensor. El motivo: su vecina del 4-C se le adelantó, y taconea con su caminar característico, mientras confirma con un espejito que sus cejas están perfectamente depiladas. Alma, la del 4-D, observa por el ojo de la puerta y recuerda el infierno que pasó la noche anterior por culpa de la “desubicada” de Ema, del 4-C. “¡Qué falta de consideración reunirse hasta las cuatro de la mañana con un poco de tipos y la música a todo volumen!”. Alma se vio en la necesidad de cruzar el pasillo en pijamas y arrastrar sus pantuflas para tocar la puerta de enfrente y pedir que acabaran el escándalo de sábado en la noche: “Te agradezco, mujercita, que bajes inmediatamente esa música de carajitos, asumas tu edad y te acuestes a dormir”, gritó. La respuesta de la vecina del 4-C fue una carcajada que tapó la música y una mirada despectiva hacia su vecina de enfrente, seguido por un portazo y el aumento de los decibeles de su reproductor de CD’s, hasta el punto de hacer retumbar las paredes.

El enfrentamiento de las vecinas no es algo de un día para otro, el espectáculo lleva ya un año ganando espectadores que, en ocasiones, intervienen para sentirse protagonistas.

Alma, la del 4-D, tiene dos niños y un esposo “maravilloso”. Se dedica a las tareas del hogar, y aunque vive quejándose de que ese trabajo nadie se lo reconoce, admite –de forma nada creíble– que era su sueño desde chiquita. Ema, la del 4-C, es una abogada contemporánea con su vecina. Pero, a diferencia de ella, no tiene niños, ni un marido “ejemplar”. Tampoco tiene tiempo para las tareas del hogar. Lo ocupa en estar de punta en blanco, en su vida laboral y en hacer lo que lela gana. Al mudarse, tocó la puerta de su vecina, y con una sonrisa en la cara y las piernas descubiertas entró al apartamento, presentándose y ofreciéndose “para cualquier cosita que necesiten”, mientras miraba de reojo al marido maravilloso que, por supuesto, quedó maravillado. Alma, la miró de arriba abajo y la despidió, con la excusa de tener muchas cosas pendientes: “gracias vecina, pero no te puedo atender. Tengo que planchar, lavar, cocinar y bañar a los niñitos” a lo que Ema respondió: “te presto a mi muchacha, hace todo eso mientras yo me tomo una copita de vino. Relájate”. Desde ese “relájate” comenzó el enfrentamiento entre ambas. “¿Cómo es posible mi gordo, que esa mujer no haga nada en su casa, NADA?”.

Alma, se dedicó desde ese instante a encontrarle defectos a su vecina. A criticar a todo aquel que entrara y saliera de su apartamento. A prohibirle a su marido que saliera a botar la basura, después de haber luchado durante tres años para que lo hiciera, y a obligar a sus niñitos a tocar la batería, regalo que les dio sin motivo alguno, cuando veía a Ema entrar a su apartamento con su profesor de Yoga, con el único propósito de interrumpir su momento de relajación.

La del 4-C, trató varias veces de arreglar la situación, de pedir de buena gana que los niños cambiaran su horario de iniciación en la música y de invitar a sus vecinos a sus reuniones los fines de semana “para pasar un rato chévere, chica”. Pero se cansó de las miradas despectivas, de los comentarios inapropiados y hasta de los rayones que aparecían en su camioneta por obra y gracia del Espíritu Santo. Decidió no perder su tiempo e ignorar a “la loca esa”, lo que provocó más ira en la perfecta ama de casa. Desde entonces todo se convirtió en un campo de batalla: cerrar el ascensor de golpe, presionando varias veces el botón de “cerrar puertas” para dejar a la otra afuera; el caminar natural de mujer entaconada se transformó en pasos de caballo de trote por el pasillo a las cinco de la mañana; el polvo del piso del 4-D empezó a acumularse en la puerta del 4-C. Una contienda de minitecas de apartamento a apartamento, en donde cada una esperaba para subir el volumen de su música apenas terminaba la canción de la otra. Los vidrios del carrito recién llegado del autolavado manchados con pintura de labios, y rayones “accidentales” en las puertas de la camionetota con insultos y sus variantes.

El edificio “La Concordia” ubicado en La Paz, contradictoriamente, desde hace un año, no es otra cosa sino una zona de guerra. Donde una mujer, perfecta ama de casa, se niega a vivir en frente de otra que tiene la vida que ella siempre, en silencio, ha deseado: “es que no hay derecho gordo, qué se cree ella, ah?”.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Cinco minutos más

Bibi (http://detodounpoco-b.blogspot.com/) me mandó a escribir en un comentario. Voy a hacer trampa, porque últimamente no sé cómo hacerlo. Hace unos meses, en un curso en el ICREA (bueno, en dos) me pusieron a escribir. La premisa del texto que estoy posteando era: El venezolano es flojo. Aquí está:

Cinco minutos más

Ramón ignora el despertador con el cuento de cinco minutos más, que se transforman en treinta que le descuadran la mañana. Con la satisfacción de haber dormido un poquito más, pero también la zozobra de que ya el tiempo no le alcanza, comienza un día cualquiera. Ya no tiene tiempo para el café recién colado que no le dio chance de preparar, vestido con lo primero que encuentra y corriendo, con el pelo que no le deja de gotear, piensa que a lo mejor alcanza a tomar el trasporte directo a su sitio de trabajo y “no ha pasado nada”. Baja por las escaleras corriendito y abre de golpe la puerta de la planta baja, llevándose por el medio al vecino que también sucumbió a unos minutos más de sueño. Los buenos días se escuchan a lo lejos y de manera casi indescifrable, la premura deja los modales en un segundo plano.

Sale a la calle trotando y observa el reloj. Piensa: “Ya el transporte me dejó”. El trote cesa y Ramón comienza una caminata tranquila, con la esperanza de que se le ocurra una buena excusa que no haya utilizado recientemente. Decide tomar un taxi para que el retraso no sea tan significativo. El taxista le da los buenos días con un movimiento de cabeza que también quiere decir: “espérate un segundo que ya me termino el cafecito”. Ríe, porque ese segundo era perfecto para tomarse el suyo en casa, pero el trabajo lo espera. El taxista no tiene horario, se para en el kiosco y compra el periódico, seguramente para tener algo que hacer si se consigue un poco de tráfico. Mientras, escucha a todo volumen una salsita nada oportuna para la hora. Ramón baila con la cabeza y olvida por completo la tarea de la excusa.

Llega al trabajo veinte minutos tarde y entra con el típico: “Buenas noches”, con un tono de voz más alto de lo normal para causar risas y hacer del retraso algo divertido. Se da cuenta que la mayoría de los compañeros llegan igual o más tarde con el mismo cantaíto. Eso le alivia la preocupación y le da pie para instalarse a desayunar en la cocina con sus compañeros y hablar de sus vidas. Treinta minutos perdidos entre la empanadita y el “con leche” para empezar el día como Dios manda. El cigarrito termina de poner el toque para comenzar con la faena, una hora después del tiempo reglamentario.

Enciende la computadora y revisa sus correos; la mayoría son cadenas y chistes. Los reenvía a todos sus contactos porque piensa: “¿cómo no mandarle esto tan bueno a fulano?”. Recuerda repentinamente una llamada importantísima e impostergable que debe hacer, que le tomará unos veinte minutos más: otra excusa perfecta para seguir sacándole el cuerpo a las labores. Terminada la llamada, y cuadrado el próximo viaje a la playa para agarrarse el puente de la semana entrante, Ramón reacciona: “Ya está bueno, hora de trabajar”. En ese momento, se percata del trabajón pendiente y organiza un cronograma de actividades, que va de lo más urgente a lo menos importante. Pero, asombrosamente, llega la hora del almuerzo, “es que el tiempo pasa volando”, piensa Ramón. Siempre sale quince minutos antes para no agarrar la cola del cafetín, aunque sabe que todos los empleados piensan lo mismo y son esos quince minutos los causantes del tumulto de personas hambrientas. Almorzar con los compañeros y rememorar los cuentos de la mañana dan un toque de reunión dominguera, donde solo faltan las cervezas y el dominó para sentirse como en casa del compadre. El cafecito y el cigarro después de comer son impelables, a pesar de ser ya la hora de regresar a la oficina. Veinte minutos más no hacen la diferencia.

De regreso, sentado en su escritorio, Ramón revisa de nuevo su cronograma y se da cuenta de que lo que no era tan importante ahora se ha tornado urgente, y solo le quedan tres horas a la faena laboral. “A ponerse las pilas”, saca lo urgente con premura y sin detenimiento. Le pide la segunda a otro compañero que está tan abarrotado de tareas como él, pero entre los dos se sacan las patas del barro. El cronograma se limpia ligeramente, no sin antes eliminar algunas tareas con la viveza de decir “este no es mi trabajo, a mí no me pagan por esto” y pasarle el muerto a otro, “total, él no tiene chamos y puede hacer unas horas extras”. Por fin, después de un día ajetreado el reloj marca casi la hora de salida. Ramón se escapa diez minutos antes para no agarrar tráfico: “Hoy es día de gimnasio”. Una lluviecita cae sobre la ciudad y el caos vehicular se vuelve protagonista. Dejando de un lado los planes de ejercitarse, Ramón decide parar en la licorería de siempre para una tarde-noche de cervezas y así combatir la tranca.

Llega a casa bien entrada la noche. Se tropieza con el mismo vecino de la mañana para escuchar algo parecido a un “buenas noches” y descifrar lo que parece ser una sonrisa en su cara, o una mueca que indica que su día estuvo igual de movido y por supuesto “productivo” que el de él. Por fin en casa. Un bañito para relajarse y decidir que “hoy no hago más nada”.

Ramón, como buen venezolano, busca cualquier excusa para voltear la tortilla y “no hacer hoy lo que puedo hacer mañana”. Sin remordimientos, pone su despertador a la misma hora de siempre con la promesa “irrompible” de que “mañana si llego a tiempo, muchas cosas pendientes. A mí me explotan en ese trabajo, mi amor”.